Es
verano en Lima.
Llevo
como una corona el sudor.
y
no tengo vergüenza pues el sudor que se edifica en verano tiene la belleza del
cristal de los edificios más altos de San Isidro, en el Perú.
Como
corona también llevo, a cada lado de mi cabeza, una proyección:
Adivino
que en alguno de estos, los edificios más altos del Perú, un ejecutivo rico y
de piel clara saborea a lengüetazos cada rincón del cuerpo de un muchacho de
limpieza con la piel más oscura. Así y viceversa.
Los
dos descubren que sus olores, sus pliegues, sus sudores, se parecen.
Yo
me teletransporto, husmeo el pequeño cuarto de servicio y me pregunto: ¿Hasta
cuándo el dinero tendrá un color de piel diferenciado en el Perú? Y me pregunto
también, muerto de sed, si podré alargar mi mano para ser parte de aquella
explosión iridiscente y salina; si me alcanzará la nariz para husmear cada
rincón de esos cuerpos.
Pero
cuando aparezco a su lado, no hay sorpresa, ambos se suben el calzoncillo y el
bóxer, según el caso o la pobreza, y salen sin hablarse.
Yo
me detengo lo más que puedo en el pequeño cuarto absorbiendo desesperadamente,
en silencio, las ruinas de aquel show cósmico, el olor que poco a poco declina,
el olor del mundo entero que ha florecido de cada pliegue abierto de los
cuerpos del ejecutivo rico y blanco y del muchacho de limpieza pobre y oscuro
de piel.
Estoy
feliz.
Mis
vértebras se entrechocan
Fosforeciendo
y
producen destellos.
Mis
vértebras son las teclas de un
sintetizador
que a veces las flores
se
detienen a oír.
Pero
es de noche y los girasoles están durmiendo.
Mis
dos hombros se encienden como si contuvieran el cristal líquido y brillante de
las luciérnagas o de los peces abisales.
Se
encienden mis costillas.
Y
mis caderas marcan el ritmo con el que se menean los astros.
Los
dos huevos que llevo entre las piernas se menean también, divertidos y
luminosos.
Estoy
tan feliz que toso y tosiendo se me escurre un listón de papel, como flema, por
la boca.
Sorprendido
leo lo que está escrito:
“Los que desechan las flores son incapaces de
ver”
Será
por eso que se me han caído
los
ojos en el mar.
Y
lo he descubierto todo, otra vez, sin ojos.
Porque
me gusta arrancar dolorosamente las flores que me crecen en el pecho y
entregarlas.
De
mi pecho crecen flores, campos inmensos de flores.
De
mi pecho crecen flores que arranco y que alcanzan para todos los seres que
existen en el mundo de abajo, de aquí y de arriba.
De
mi pecho crecen flores que arranco para los que tienen mocos, para los que
tienen muñones, para los que tienen nieve o espuma.
¿No
sería cruel negar las flores que crecen de mi pecho y arranco?
Es
verano en Lima.
Pero
el bus retorna.
Y
la corona de sudor que me adornaba el cráneo, se vuelve un matorral pútrido de
espinas.
Mis
vértebras tiritan, se desgastan y se apagan.
Mis
dos hombros tiritan, se desgastan y se apagan.
Mis
costillas se esconden.
Se
apagan las estrellas.
Y
las flores que crecen plenamente en el corazón del mundo
y
las flores que crecen alegremente sobre mi pecho
se
apagan, desapareciendo.
Es
en ese momento que deseo que a todas las personas se les caigan un poquito los
ojos para que yo también pueda apagarme.
Se
han perdido las estrellas que guiaban a los barcos.
Ahora,
confundidos, los barcos navegan en el cielo.
Y,
aunque sea el cielo, los barcos despliegan tristes sus velas, sus turbinas, sus
rayos láser.
Quisiera
que un pescador me haya dicho: “El principal misterio de esta época se
encuentra en el momento exacto donde el sol apenas toca el mar en el
horizonte”.
Quisiera
que ese mismo pescador me haya dicho también: “La única manera de develar ese
glorioso misterio es descender pacientemente el short de un elástico muchacho
que se encuentre en Máncora”. “Sólo así —quisiera que continúe el pescador— o
llegando hasta el horizonte en el momento exacto que el sol toca el mar, se
descubre la lógica universal que se repite en el rotar de las más grandes
estrellas y en la vorágine cósmica de la vida de los seres más diminutos que
existen a pesar de la limitada imaginación de los hombres”.
Sin
embargo, el pescador me ha dicho:
“Se
me ha muerto mi novia
se
me ha muerto mi familia”
Y
se ríe, borracho y confundido, por el traqueteo interminable de una parte
suelta en el motor del bus que otros esperan.
Y
yo quisiera escribir un poema ultramoderno, ultrajoven, sobre un reloj de
plástico verde limón, con los pies repletos de arena.
Sin
dolor.
Saludable.
Y
recordar, cada vez que lea ese poema, que siempre habrá personas
inconfundiblemente más jóvenes que uno.
Y
recordar, cada vez que lea ese poema, que siempre habrá personas curiosamente
mayores que uno.
Y
recordar, cada vez que lea ese poema, que la novia y la familia del pescador
están muertos.
Un
poema ultramoderno y saludable.
Que
nos cure
cuando
se levante la voz de su conjuro.
Mientras
escriba ese poema, ruego:
Que
se me escapen los pies, pero, sobre todo, por favor, que se me escape la cara.
O
mejor, virgen de pan, diosito, que mi cara se mantenga de pie, sin miedo,
corajuda.
Yo
uso el báculo encendido de un arcángel
para
dibujar mi historia alegre en la orilla más húmeda del mar.
El
báculo encendido de un arcángel.
Tengo
tantas ganas de alabar a los dioses infinitos, al propio universo con el alivio
de mi semen.
Y
así, detener el dolor del pescador borracho y ruidoso y deudo. De los limeños
amantes. De mis vértebras y hombros apagados.
Así
detener la soledad de las naves espaciales.
Así
detener la caída de los ojos del muchacho más bello del mundo.
Más
bello y más solo, caminando con una erección notoria y triste, el domingo de
resurrección.
La
soledad de una ciudad baldía en domingo de resurrección, de las naves
espaciales, del pescador deudo, de los barcos perdidos, de mis vértebras y mis
pulmones.
La
soledad del muchacho más bello del mundo que camina con una erección notoria y
triste el domingo de resurrección.
Tengo
un bosque de niños y niñas creciendo en mis piernas.
Miro
al cielo y me detengo, ¿dónde están mis dientes?
¿Dónde
está el abra de mis nalgas?
Tu
ano.
Mi
ano.
Tu
ano.
Mi
ano.
Tu
ano en un bus.
Mi
ano en un bus.
Tu
ano en un avión de papel.
Mi
ano en un avión de papel.
Tu
ano en una fiesta.
Mi
ano en una fiesta.
Una
bala sostenida en el aire.
El
alarido de un dinosaurio vivo en otro planeta.
Todo
lo que he escrito.
Todo
lo que no está influenciado por Europa.
El
río de peces atrevidos.
No
más estrellas en las vías, en las carreteras.
EL
INSTANTE
LA
ETERNIDAD
LA
REVELACIÓN DEL INSTANTE
EL
ADIÓS A NUESTRA ÉPOCA.
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