Ella nunca llora

Mi madre es, quizá, la persona con la que he tenido las mayores discrepancias, ambos nos movemos en mundos distintos, sin embargo hemos aprendido a no juzgarnos tanto, la expectativa ya no nos mata, ni nos envenena, por el contrario creemos, y quizá damos por hecho,  que estar aquí es un pretexto para acompañarnos y vernos tal y cual somos; no hay carta debajo de la manga, ni plan emergente, soy la prolongación de su sombra.
He visto llorar pocas veces a mi madre, la mayoría por razones donde la economía juega un papel siniestro; en esos momentos de crisis suele verse más atractiva, quién sabe cómo lo hace pero le propina ciertas jugadas al infortunio. En esas etapas obscuras se arregla el cabello, se pone ropa nueva, se pinta los labios: la elegancia es su mejor camuflaje.
Un día en la vida de mi madre involucra toda una lista de menesteres que van desde pequeños detalles domésticos hasta una extenuante rutina de gimnasio; el itinerario puede extenderse hasta la noche, después de eso sólo existen ella y sus perros.
Los gustos del abuelo inculcaron a mi madre cierta atracción por el futbol, en especial por la selección alemana, un detalle que a veces a mí me intriga y siempre me sorprende,  por tanto no resulta extraño el hecho de que  haya bautizado a dichos perros bajo ese signo germano; Völler y Reuter, nombres que evocarían aquel mundial de Italia 90, fueron designados a dos canes de corta estatura y muy mal carácter.
Los alemanes tienen una particularidad en su esquema de juego: sólo saben ver hacía adelante, no tienen tiempo para especulaciones,  de ahí  que el sistema impuesto por Guardiola a veces se les complica. Mi madre, por supuesto,  no es alemana, pero algo de esa inclinación futbolística se cuela en los hábitos, y eso se refleja en su voluntad y disciplina. Todas las mañanas, como en un ritual, realiza abdominales y ejercicios aeróbicos que se complementan con varias series de levantamiento de pesas. Yo no heredé esa disciplina, ni mucho menos el gusto por hacer deporte, cambié los entrenamientos por los libros y la competición por la soledad; ella, a duras penas, lo ha sabido entender. El único consejo que recuerdo de mi madre, ha sido una simple palabra: levántate, y fue enunciada de manera imperativa mientras arrastraba mi pierna después de un accidente con la bicicleta. En ese momento la odié, pero después me di cuenta que fue uno de los más grandes regalos que ella me pudo dar: levántate, y hazlo sin quejas.

La tarde del 27 de julio, recibí la noticia de que uno de sus perros había muerto. 17 años  pueden decirse de una manera tan fácil, una cifra que se escapa de los labios sin el menor obstáculo, pero fueron 17 años en los que un perro ejerció de cómplice y confidente. “Lo tuvimos que dormir”, fueron las palabras de ella mientras hablábamos por teléfono. Durante el resto de ese día, y los dos siguientes, mi madre no se levantó de la cama, sus ojos lucían un color rojizo y su cuerpo estaba exhausto, era como ver una amazona herida. En ese momento extrañé la mirada seria y penetrante, el dinamismo a prueba de bombas, la leve sonrisa después de demoler la opinión contraria; a cambio de eso, frente a mí, estaba el dolor habitando un espacio.



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