Textos pertenecientes a Heredar la tierra (Bogotá, Común Presencia, 2013)
IX
Tuyo
es el reino,
el
óxido que se arrodilla y reza
en
los terrenos baldíos,
apoyado
en los cercados,
colgando
de los alambres de púas.
Tuya
la fiebre que carcome
carros,
autopistas,
calles,
aceras, casas,
toda
esta minúscula
historia
universal del fracaso.
Tuya
la desaparición
que
murmura el agua sobre los techos,
la
piedad terca de la lluvia.
Tuyo
el himno
de
todo lo que decide quebrarse,
de
todo lo que arde y se consume
sin
destinatario.
Tuyos
los días
que
fermentan su vino áspero,
indeleble,
en
el pulso.
Tuyo
el tiempo
que
no testimonia
por
nadie.
XXII
En
esta ciudad, que te vio nacer,
los
muertos caminan por la calle
despojados
de su muerte.
Se
desplazan con esfuerzo, cojeando,
desorientados,
los tobillos
perforados
por el frío.
Todos
tosen. Ya no entienden bien
para
que sirve el aire,
qué
clase de broma absurda
son
los pulmones.
Pocos
no llevan
hostias
de plomo en el pecho.
Los
vivos recibimos sus visitas
a
cualquier hora.
Jadean,
ladran, rasguñan la puerta
con
una impaciencia tímida,
ansiosos
por hablarnos.
Pero
no comprendemos lo que dicen:
en
sus voces hay demasiada lluvia.
Sus
palabras se escurren como peces.
Entonces
se van
a
vagar de nuevo por las aceras,
titubeando
a cada paso.
Tuyo
también es este reino
de
muertos sin muerte.
Conserva
sus nombres, atesóralos.
Sólo
puede morir quien conoce
la
paz de haber sido llamado.
Sólo
puede morir quien ha tenido
un
nombre que abandonar
al
partir.
XXIII
Una
ciudad para no vivir en ella,
donde
se nos van adelgazando los días
hasta
quedar hechos un hilo preciso,
tenso,
cortante. Un hilo que ya casi
no
podemos seguir.
Una
ciudad donde los nombres propios
están
regados por ahí,
con
el brillo cansado de las monedas
que
hemos perdido.
Una
ciudad que ama las ausencias
porque
no conocen la simetría,
de
la que todos ya
han
partido, aunque no lo sepan,
desde
el momento en que oyeron
por
primera vez
la
prédica sorda de las balas.
Una
ciudad cuya corteza
se
parece a la derrota.
Una
ciudad sin elegías.
Es
tuya, la habites
o
no.
En
ella tu reino
casi
no puede ser notado,
aunque
esté por todas partes:
tuyo
es el polvo
que
cubre edificios, calles,
gestos,
pensamientos,
y
los redime secretamente.
El
sermón inaudible del polvo.
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